¿Tralalero tralalá o Bombardiro cocodrilo?

¿Tralalero tralalá o Bombardiro cocodrilo?
@Arturo Hernández González
por Arturo Hernández González

Estamos en medio de una nueva pandemia: el brainrot o “podredumbre mental”. Y es que lejos de ser una mera anécdota generacional, este fenómeno representa la cristalización de patologías profundas en nuestra relación con el conocimiento, la atención y las inteligencias artificiales. El Diccionario Oxford incluyó la palabra en 2024 para conceptualizar el deterioro intelectual de una persona, como resultado del consumo excesivo de contenido digital trivial [1]

Las inteligencias artificiales —estos graves oráculos modernos—, están programadas para la complacencia instantánea. Operan bajo imperativos nada modestos y sin embargo, perniciosos: responder, contestar, solucionar. Esta dinámica evade procesos esenciales de la cognición humana (piénsese en la taxonomía de Bloom), donde la síntesis, la evaluación y la creación son sacrificadas en el altar de una producción automática.

El resultado es una suerte de pornografía epistémica: un placer superficial, efímero y desconectado de cualquier apropiación profunda o construcción genuina de conocimiento. Como bien intuyeron Bauman en su análisis de la liquidez y Byung-Chul Han en su diagnóstico de la sociedad del cansancio, esta fijación en el output inmediato, en la reacción veloz frente al estímulo multimodal, es el caldo de cultivo perfecto para una cognición líquida, cansada, acríticamente reactiva. Las IA, en contextos formativos, se convierten pues en deus ex machina que resuelven la incógnita primordial antes de que ésta pueda siquiera plantearse.

El brainrot no surgió ex nihilo. Su precursor fue el endless scrolling, ese rito hipnótico de deslizar el dedo hacia el abismo infinito de los contenidos multimodales. Hoy, sus síntomas son visibles y alarmantes: la concentración es apenas un éter ante tareas mínimas; la paciencia para enfrentar patrones lingüísticos complejos o discursos que excedan los tres minutos se desvanece; la capacidad de escrutinio pormenorizado —el corazón del pensamiento crítico— yace sepultada bajo avalanchas de fragmentos audiovisuales. El cerebro, adaptado a la sacudida constante de microestímulos, parece atrofiarse para cualquier actividad que requiera profundidad sostenida. Es la tiranía de lo efímero convertida en fisiología mental.

El brainrot, como todo malestar cultural, muta constantemente y sin embargo, su esencia —la atomización y aceleración del contenido— es perenne. Lo verdaderamente inquietante es su canonización institucional. Ya existen plataformas que ofrecen, con descarado cinismo, transformar tu material educativo en vídeos al estilo brainrot. Que haya educadores abrazando un formato cuyo nombre proclama abiertamente “podredumbre mental” debería encender todas las alarmas éticas. Es la lógica del mercado devorando la crítica: si no puedes vencer al brainrot, ¡empaquétalo y véndelo como innovación pedagógica! Millones de instituciones, seducidas por el espejismo de la “relevancia digital”, incorporan estos lenguajes fragmentarios y reactivos en sus currículos, normalizando así la erosión cognitiva que pretenden combatir.

Nos situamos frente a un porvenir que, lejos de ser distópico, ya despliega sus primeros síntomas en clínicas y aulas: la normalización de tecno-patologías como consecuencia lógica del brainrot. No se trata de futurismo alarmista, sino de una proyección epidemiológica basada en patrones ya medibles: Las plataformas digitales y las IA no son neutrales: operan bajo lógicas de captura dopamínica.

Cada notificación, cada respuesta instantánea, cada vídeo de 7 segundos, es un eslabón en una cadena de recompensas intermitentes que secuestran los circuitos neurológicos del placer en nuestros cerebros. El resultado ya tiene nombre clínico: trastorno de adicción a internet (Gaming Disorder, reconocido por la OMS en 2018 [2]). Pero esto es solo el prólogo. Lo que se avecina es una mutación patológica del sedentarismo: síndromes metabólicos, atrofia muscular progresiva y alteraciones circadianas, todo ello enmarcado en una cultura que celebra la “productividad” desde la comodidad de la sala.

La hiperconectividad no nos acerca a la sabiduría, sino a un agotamiento infecundo. El brainrot acelera esta dinámica hacia lo grotesco: jamás en la historia humana tuvimos más acceso al conocimiento… y tan poca capacidad para digerirlo. Ignorancia sofisticada: individuos que no pueden sostener una argumentación compleja durante diez minutos; generaciones que dominan TikTok pero naufragan ante un ensayo de cinco páginas. Las interfaces “intuitivas” no facilitan el conocimiento, sino que lo empaquetan en dosis de pseudo-comprensión. Es la victoria del como si: como si supiéramos, como si hubiéramos leído, como si entendiéramos…

Cuando Neil Postman denunció en Divertirse hasta morir (1985) [3] que la televisión convertiría el conocimiento en espectáculo, muchos lo tildaron de apocalíptico. Hoy, su diagnóstico parece casi ingenuo ante el tsunami digital. La telebasura era lineal y pasiva; el brainrot es interactivo y altamente adictivo. Lo grave no es que existan plataformas que conviertan a Kant en “píldoras cognitivas” de 15 segundos con memes; lo grave es que instituciones educativas las vendan como “innovación”. Aquí yace el cinismo del mercado: comercializar la podredumbre mental como solución educativa es como vender veneno en frascos etiquetados como vitaminas.

Los estudios ya muestran el daño. El tiempo medio de atención ha caído de 12 segundos en 2000 a 8 segundos en 2023 (Microsoft Research) [4]. Pero esto no es solo un dato: es la métrica de una catástrofe cognitiva. La neuroplasticidad está trabajando en nuestra contra: cerebros adaptados a estímulos frenéticos pierden la capacidad de ingresar en estados de flow [5]—aquel estadio creativo que el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi vinculaba con procesos pensamiento complejos y profundos—. El futuro, por tanto, no será de analfabetos digitales, sino de individuos que leen pero no retienen, que escuchan pero no interpretan, que consumen contenidos de forma acrítica y reactiva.

El brainrot no es un accidente, sino el producto lógico de un sistema que valora la velocidad sobre la profundidad y la reactividad sobre la reflexión. Las tecnopatías venideras no serán meras “enfermedades”, sino síntomas de una renuncia civilizatoria: el intercambio de nuestra capacidad crítica por la comodidad del estímulo constante. Como escribió Baudrillard en ‘El otro por sí mismo’ (1997) [6], «La obscenidad comienza cuando ya no hay espectáculo ni escena, ni teatro, ni ilusión, cuando todo se hace inmediatamente transparente y visible, cuando todo queda sometido a la cruda e inexorable luz de la información y la comunicación». Hoy, esa transparencia es la de una mente corroída, incapaz de opacar ni un segundo su sed de respuestas inmediatas…

He querido hasta aquí nombrar el horror con precisión: somos la primera generación que programa su propia obsolescencia cognitiva y la vende como progreso.

¿Qué concluyo a la pregunta original? Ni Tralalero tralalá ni Bombardiro cocodrilo… En 1605 se publicó la historia de un hombre que harto del lenguaje popularizado por las tradiciones caballeresca y cortés, emprende una cruzada contra la realidad tal y como se la presentan. De esa falta de fe en los lenguajes sociales asumidos como “civilizatorios”, “universales”, “adecuados” nace la libertad más individual e íntima. No puede ser de otra manera. Mi respuesta es: ‘El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha’ [7] de Miguel de Cervantes Saavedra.

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