Gertrud Kolmar: La inevitable caricia de la noche

Gertrud Käthe Chodziesner, conocida como Gertrud Kolmar, nació el 10 de diciembre de 1894 en Berlín, Alemania. Proveniente de una familia judía asimilada, era prima del filósofo Walter Benjamin. Publicó su primer libro de poemas en 1917 bajo el seudónimo “Gertrud Kolmar”, derivado de la ciudad natal de su padre, Chodzież, conocida en alemán como Kolmar. A pesar de las crecientes persecuciones antisemitas, permaneció en Alemania para cuidar de su padre enfermo, mientras que sus hermanos emigraron.

En 1941, fue obligada a realizar trabajos forzados en la industria armamentística. El 27 de febrero de 1943, fue arrestada y deportada al campo de concentración de Auschwitz, donde fue asesinada en marzo de 1943. A lo largo de su vida, escribió alrededor de 450 poemas, tres obras de teatro y varias historias cortas, siendo considerada una de las poetas más destacadas de la lengua alemana.

Gertrude Kolmar pasea entre la pérdida y la memoria, con una mirada que no elude el dolor, pero tampoco renuncia a la belleza que persiste en las ruinas.
Familia de Gertrud Kolmar // Fotografía: Paul Chodziesner


Gertrud Kolmar, desde una voz delicada y vehemente, dibuja en sus poemas un paisaje donde el yo femenino se debate entre la fragilidad impuesta y una potencia interna que persiste como un fuego oculto. En La poeta, por ejemplo, el sujeto lírico se concibe como objeto vulnerable en manos ajenas, pero también como un ser que exige ser escuchado en su totalidad «Oyes mi voz, ¿pero puedes escuchar lo que siento?». Kolmar hilvana una dialéctica entre el silencio y el reconocimiento, una tensión que resuena en cada verso como un eco imposible de sofocar.

Gertrud Kolmar – La poeta:

Tu mano sostiene cuanto soy.

Mi corazón late como un ave aterrada
en tu puño. ¡Date cuenta!
Estás pasando la página de una persona,
una hecha de cartón,
papel de imprenta y pegamento, y por eso mismo muda.
Una que no te puede escrutar con mirada infinita
desde sus oscuros símbolos de tinta
y es una cosa, con un destino de cosa.

Y, sin embargo, ha sido vestida de novia,
adornada con gemas, creada para ser amada;
y te pide tímidamente que abras la mente,
que despiertes y sientas y te dejes conmover.

Pero entonces tiembla, susurrando al viento:
“Esto no será”, y sonríe como si ya supiera…
Aún guarda esperanza. Una mujer siempre trata,
como si su sola vida fuera un simple: “Tú…”.

Luce flores negras y ojos pintados,
cadenas de plata y sedas de azul rutilante.
En libertad infantil conoció mayor belleza,
ahora se olvida de sus más hermosas palabras.

Los hombres son más sabios que nosotras:
hablan a solas acerca de la verdad y el engaño,
de la muerte, la primavera, la forja y el tiempo;
para decir “Tú…” yo digo “Tú y yo…”.

Este libro es tan solo la rima de un vestido de niña,
rico y rojo puede ser o pálido y pobre,
arrugado quizá, pero de manos amables
y que solo por uñas amantes puede ser destrozado.
Y aquí estoy, para decirme a mí misma.
El color del vestido, aunque desteñido por amarga lejía,
no se ha perdido del todo: aún es real.

E imploro con un grito débil y etéreo:
Oyes mi voz, ¿pero puedes escuchar lo que siento?

En Juego de luto, el tigre enjaulado encarna la condición de aquel que, desarraigado de su origen, es sometido a una domesticación que no apaga su deseo de libertad. Este animal, con su dolor brillante y mudo, es metáfora de una identidad fracturada por la violencia del mundo moderno, donde la jaula no solo restringe el cuerpo, sino que deforma la palabra misma.

Juego de luto

Leguas y leguas, recorre el tigre
en su largo camino diurno.
De noche, en estancias extranjeras,
a veces se alimenta.

Aquello que se desliza tras los barrotes de hierro,
se astilla, se parte, se perfora,
se grita, se esmerila y fragmenta como en invierno
o tan solo se sueña.

Escapa de casa:
ha desaprendido el habla de su madre.
La jaula, tartamudea,
huele su anhelo, extiende su alcance.

De tormento cegador su pelaje resplandece
su dolor sin nombre.
Sólo una vela, sucia de hollín, dorada,
un destello consumiéndose
en la flama.
Gertrud Kolmar

Por otra parte, en poemas como Buenas noches, la autora transforma un gesto íntimo —rezar por el amado— en un acto de preservación emocional. Los objetos guardados (flores, baratijas, una fotografía) funcionan como símbolos de la memoria afectiva, mientras que el crepúsculo gris refuerza la atmósfera de melancolía y espera. El poema sugiere que el amor persiste más allá de la distancia o la pérdida, anclado en pequeños rituales que desafían el paso del tiempo.

Buenas noches

Por ti, amado, cruzaré mis manos,
me sentaré en la cama y rezaré por ti.
Para quién será si no mi negro cohosh…

y las tierras del ensueño en las que recojo
innumerables ásteres de brezo blanco,
en el rocío de la mañana; flores que guardo
junto con baratijas muertas,

allí con tu fotografía: su marco enmarañado
y su abanico de mariposas doradas, cuyas
alas que florecen y arden como coronas vivas.

Y pasará entonces, glacial y gris, este crepúsculo.
Este pequeño ocaso carece de luces y de brillos,
se abre paso en el tiempo
a través de mi plegaria.

Elemento que en El ángel en el bosque se profundiza a través del desamparo existencial, ofreciendo no obstante una imagen de refugio mutuo en el vínculo humano. El ángel, silencioso y distante, no juzga ni consuela, pero su presencia señala una salida simbólica a la alienación: “Tu corazón será mi cuarto. Tus ojos, la ventana por donde brillará la mañana”. Kolmar encuentra en el otro no una salvación, sino la posibilidad de compartir la intemperie de la existencia.

El ángel en el bosque

Dame tu mano, tu querida mano, y ven conmigo;
porque queremos ir más allá de los seres humanos.
Pues son pequeños y malvados,
su pequeña maldad nos odia y nos tortura.
Sus ojos maliciosos se escabullen por nuestro rostro,
y su oído codicioso manosea el lenguaje
de nuestra boca.

Ya comienzan a recoger sus beleños…

Huyamos ahora,
a los campos contemplativos, de flores y
hierba amigables, que consuelan nuestros pies errantes
huyamos al arroyo que carga paciente sobre su lomo
impetuosas cargas, pesados barcos rebosantes de mercancías
y animales del bosque que no nos maldicen.

Ven.
La niebla otoñal cubre con su velo y humedece al musgo
de luces vagamente esmeraldas.
Las hojas de las hayas circulan; reino de monedas de bronce dorado.
Salta a nuestro paso una roja llama estremecida: una ardilla, no otra cosa.
Negros y sinuosos alisos señalan en un charco hacia lo alto
el brillo de cobre del crepúsculo.

Ven.
Porque el sol está abajo, agazapado en su cueva,
y su cálido aliento rojizo flota en el aire.

Ya se abre la bóveda.
Bajo el arco azul y gris está el ángel en pie,
entre las coronadas columnas de los árboles.

Alto y delgado, sin alas;
su rostro es la pena.
Y su túnica tiene la palidez de una helada estrella
resplandeciente en noches de invierno.
El ente,
el que no dice, que no debe, el que sólo es,
el que no sabe maldecir ni bendecir.
No peregrina en las ciudades hacia aquello que muere:
no nos mira en su silencio de plata.
Nosotros lo vemos, porque caminamos
de a dos, abandonados.

Quizá
se mueva una hoja marchita en su hombro,
furtiva; y querremos levantarla
y protegerla antes de seguir.

Ven conmigo, amigo mío, ven.
La escalera en la casa de mi padre está oscura y torcida
y es angosta, y los escalones se caen a pedazos.
Ahora es orfandad y gente extraña vive en ella.
Llévame a otra parte;
inamovible a mis débiles manos parece
la vieja llave oxidada en la puerta.
Y grita al cerrarse. Ahora mírame en la oscuridad,
tú, mi patria de hoy.
Tu corazón será mi cuarto. Tus ojos
la ventana por donde brillará la mañana.
Y todo pesaría sobre mi frente, si te fueras.
Eres mi casa en todas las calles del mundo,
en cada valle, en cada colina.
Tú, techo, conmigo, desfallecido bajo el ardiente mediodía
vas a suspirar, conmigo vas a estremecerte
cuando la tormenta de nieve arrecie.

Vamos a tener sed y hambre. Juntos vamos a resistir,
juntos alguna vez junto al camino nos vamos a hundir y llorar…


En su poesía, la autora recorre las tensiones entre lo dicho y aquello que se guarda como la inevitable caricia de la noche: el silencio superior al silencio humano, el callado sosiego del mundo ausente de móviles verbalizados. Kolmar pasea entre la pérdida y la memoria, con una mirada que no elude el dolor, pero tampoco renuncia a la belleza que persiste en las ruinas…

Conoce más de arturo aquí.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

es_ARSpanish