Héctor Medina es el segundo autor seleccionado por la revista para el mes de Febrero. Su obra, “El bus de la cinco de la tarde”, fue el cuento elegido del mes para la categoría narrativa.
El bus de la cinco de la tarde
Es insistente el sol sobre la ventanilla, dejando entrever por instantes la silueta de la cordillera. El bus no va a más de cincuenta kilómetros por hora. El conductor se afianza sobre el volante, bajando y subiendo los cambios constantemente. Al lado de mi silla va una señora de cincuenta años, arrugada, con un bolso y mira a la montaña como recordando algo. Recuesto la cabeza en la poltrona y cierro los ojos.
Los frenos me despiertan a cada rato, sintiendo que el bus se choca o algo parecido. Se sube una mujer con niños en brazos y una maleta, sentándose al otro lado. Saca el tetero de alguna parte y se lo pone al bebé en su boca. Mientras miro mi reloj que marcan las cinco y quince de la tarde. «Media hora para llegar a la avenida primera de mayo». Recuesto mi cabeza de nuevo en la poltrona y el bus nuevamente frena, como si el conductor lo hiciera de adrede para que no me duerma. Miro a la señora a mi lado que sigue contemplando las montañas. Me incorporo por un momento para acomodarme mejor. La señora de al lado me observa.
El bus no lleva más de siete pasajeros. En la parte de atrás solo se ve un señor con su esposa, una muchacha que habla por teléfono y una niña de nueve años que juguetea con un muñeco de felpa. A quinientos metros, una señora detiene el bus y le pregunta al conductor si pasa por la calle treinta, el conductor asiente, por lo que la señora se sube con un canasto y un carro. El tráfico de Bogotá es tranquilo, holgado, sin cornetas, ni desespero, solo el sol que ya empuja a la luna se ve agotado, su luz se desvanece.
El conductor ahora pasa de los setenta kilómetros, como si mirara su reloj y se diera cuenta que está retrasado para la llegada a la estación. El aire ahora zigzaguea al ritmo de los chupos del tetero del bebé, que ya duerme mientras la mamá mira hacia adelante, como advirtiendo que ya casi llega a su destino. En mi reloj ya son las cinco y veinte. La mujer se para con algo de dificultad, el bus llega a los ochenta y la estación se escapa de su vista. Gira a mí, quien estoy más cerca de la puerta.
—Por favor, me timbra.
La parada es de ipso facto. La mujer se baja. El conductor continúa llegando a los ochenta kilómetros en menos de un minuto. Los siguientes son los señores, pero bajan por la puerta trasera. Se quedan en una avenida llena de comercio. El bus vira a la derecha, tomando las siguientes calles, dejando la tercera marcha sobre los cuarenta kilómetros por hora. La señora a mi lado aun contempla la ventanilla y el sol ya es exiguo, el cielo tostado y mi mirada al cubículo del conductor es constante.
Cuando se detiene en un semáforo observo cómo un par de policías revisa carros a un lado de la calle. Se baja la niña con la muchacha que habla por teléfono. Cuando miro alrededor del bus lo veo vacío, ya solo quedo yo y la señora a mi lado. Por un momento pienso en preguntarle para dónde va, pero me arrepiento, siento incomodidad, me desespero con la oscuridad que también sube al bus; sin embargo, el conductor enciende las luces.
En el próximo semáforo el conductor pone por un momento el freno de mano. Algo revisa en las llantas. Otro bus queda a su lado, se saludan con mucha vehemencia y entablan una conversación.
—Las llantas están un poco bajas.
—¿Y qué pasó con el viejo del aceite?
―Sí, me lo dio. El filtro que necesitaba…
—Bueno, que esté bien.
El conductor arranca de nuevo. La señora a mi lado sigue con su cabeza a la ventanilla, pensativa, mirando al horizonte, presa de algún juego entre la atmósfera. La luna me observa con detenimiento. El vehículo ahora va a sesenta kilómetros por hora, el conductor mira por los retrovisores a cada rato. El tráfico aumenta, el bus se bambolea de forma divertida y alcanza a tomar los reductores de velocidad sin precaución.
El bus se detiene. No me he dado cuenta que he llegado a mi destino, quizá la oscuridad no me dejó ver la señal del nombre de la calle. Vacilo cuando bajo, mirando a la señora que queda sola, sin mover la cabeza y el cuerpo en todo el trayecto, como si fuera un objeto más. Me quedo mirándola y el conductor me observa por el retrovisor; miro de nuevo a la señora.
—No sé, quizás esté dormida, señor. Debería despertarla y decirle que a lo mejor ya se pasó de su destino.
Pero no me responde, tan solo espera a que baje, dejando entrever su rostro de desespero. Cuando desciendo el bus arranca para ingresar a la última estación. Corro a toda detrás de él, a pesar de las seis de la tarde y de mi reunión. Se detiene, con el chirrido de los frenos de aire y de mano. Tan solo veo que el conductor baja y entra hacia una puerta de una oficina. Me acerco para advertir a la señora que se encuentra con la cabeza hacia la ventanilla, al horizonte, como la encontré desde que subí al bus. «Debe estar muerta o muy dormida». Mientras pienso, veo que el conductor sale de la oficina, me escondo detrás de una de las sillas. Ahora la luna me observa con más detenimiento, casi llena para ser exacto.
El conductor se sube y la llama, la mueve y no responde. Enseguida llega con un par de médicos que le examinan y la bajan en una camilla. Algo le ponen en su boca. La veo que se para de golpe, como una momia, con los ojos lelos. «Entonces simplemente venía desmayada, nada más».
Todo lo veo por el rabillo del ojo, debajo de la silla, tan solo respirando. Los médicos le dan instrucciones al conductor. Le preguntan algo a la mujer, esta tan solo asiente. La mujer camina organizando su bolso, organizándose el peinado. La sigo, luego de que el conductor se ha ido también. Se para en la esquina. El semáforo pasa a rojo y veo que llega otro bus. Simplemente se sube, dándole el dinero al conductor. Y como en el anterior, se sienta en la primera silla, al lado de la ventanilla, gira su cabeza hacia las montañas y el bus arranca.
HÉCTOR FABIO MEDINA CASTAÑEDA nació en Ibagué, Colombia, el 13 de Julio de 1984. Tuvo un pequeño paso por la Universidad del Tolima, cursando algunos semestres de Economía. Sin embargo, su gusto por la literatura lo llevó a abandonar dicha carrera.
Ha publicado sus cuentos en blogs y revistas literarias virtuales como La Pipa de Magritte y la Revista Literaria Noche de letras.
También el artículo de Opinión “¿Será necesario el tercer canal?” –EL TIEMPO–Separata Tolima, enero de 2010. Fue elegido ganador del Concurso de Cuento Organizado por FUNDALECTURA, en asocio con la Alcaldía de Engativá en la categoría de Grandes Contadores de Historias con el cuento “La muerte absurda”.
Su primera novela fue “Impiedad” (Amazon en 2018 y publicada por la editorial ITA en 2019), participó en la Antología de cuento a través del espejo (publicada en Amazon 2019) y una antología de cuento por la editorial DUNKEN en Argentina que está a punto de publicarse.
Su novela inédita “El día que Dios murió” busca ser publicada. Mientras se encuentra escribiendo la tercera novela y su primer libro de filosofía de la ciencia.
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